Qué dijo la bailarina

¡Me enamoré a su regreso!
Le digo, ya estoy perdida
No tengo más que mirarlo
y el rostro se me ilumina.

Se lanzó de la ventana,
voló como Supermán
¡Deberían, por lo menos,
ascenderlo a capitán!

¡Navegó como un pirata,
y se enfrentó a un gran ratón!
Mire, apenas lo imagino
se acelera el corazón.

Se lo tragó de un bocado
una gran bestia marina
y ha logrado, a pesar de eso
regresar a la cocina.

Le juro, ese soldadito
así, sin pierna y pequeño
es justo lo que yo quiero:
¡El juguete de mis sueños!

Merlín y la espada mágica

Esta historia ocurrió en las lejanas tierras de Britania, donde vivió el mago Merlín. Un mago poderosísimo, que a veces adoptaba la forma de un hombre pero que también sabía transformarse: había sido ciervo, había sido árbol, había sido torre, había sido lluvia. Podía ver el futuro, y por eso lo llamaban adivino. Y también hechicero, porque sabía de hierbas y pócimas mágicas.

Por eso, los reyes confiaban en él. Como Uther, que no dudó en pedirle ayuda cuando nació su hijo Arturo:

—Tengo demasiados enemigos —le dijo—, y temo que lo lastimen. ¡Llévatelo!

Merlín lo cuidó los primeros años, pero cuando el niño comenzó a hablar quiso que tuviera amigos de su edad. Lo vistió, le dio un atado con sus pertenencias, y le dijo que se presentara en casa de un noble y dijera palabra por palabra: “Soy Arturo, y me envía Merlín. Desde hoy viviré con ustedes”.

Nadie en el castillo se animó a contrariar los deseos del gran mago y el niño fue adoptado sin preguntas, como un hijo más. Y pasaron los años.

Muchos, muchos años.

Arturo era ya un adolescente, cuando el rey Uther murió. Y todos en el reino se desesperaron, porque nadie conocía la existencia de Arturo y entonces, si el rey no había dejado un heredero, ¿quién iba a gobernarlos?

Merlín no necesitó reunir a los ciudadanos. Su voz se escuchó en cada rincón de Britania. Sonó en las casas, en los palacios, en las posadas, en los mercados, en las calles, en los caminos más apartados:   

—Sí hay un heredero —dijo—, pero ni él mismo lo sabe.

Y les contó de Excalibur.

Excalibur era una espada mágica. Tan única y poderosa, que solo podría tomarla el próximo rey de Britania. Merlín la clavó en una piedra, y esperó.

Desfilaron nobles, religiosos, soldados, campesinos, artesanos y hasta pordioseros. Todos quisieron probar suerte. ¿Qué podían perder? Con una mano, con otra, con alguna artimaña (usaron ganzúas, sogas, pinzas ¡nada servía!). Intentaron incluso entre varios, juntos a la vez. Pero Excalibur seguía allí.

Clavada en la piedra. Firme. Inmóvil.

Hasta que llegó Arturo. Durante muchos días, había observado el esfuerzo de los otros. No pensaba en la posibilidad de que él mismo pudiera levantar la espada. No creía que fuera más fuerte que el resto; ni más inteligente, ni más capaz. No sabía que justamente por esto —por no creerse más que ninguno— merecía ser el rey de Britania.

Sin saber por qué (aunque algunos dirían que fue movido por Merlín), se puso en la fila. El sol ya se ocultaba, cuando llegó su turno. Apenas acercó su mano, Excalibur se iluminó. Era una luz blanca, potentísima, que terminó de estallar cuando el muchacho, sin hacer ningún esfuerzo, levantó la espada.  

Arturo fue un buen rey. Fijó su corte en Camelot, donde instaló una legendaria mesa redonda que compartió con sus caballeros más leales.

Merlín nunca se sintió más orgulloso.

¡Lo que medirá esa pata! (versión de un cuento popular)

——————Ilustración de Marín para la versión de Laura Devetach de editorial Colihue.

A simple vista, era un conejo cualquiera. Tenía las orejas largas y un rabo con forma de pompón. Tres bigotes a cada lado del hocico y dos dientes que, de tan larguísimos, no le entraban en la boca.

Pero a la vez era un conejo distinto. Cualquier otro se hubiera asustado cuando pasó lo que pasó. ¿Y qué fue lo que pasó? Una serie de sucesos que ocurrieron en cierto orden. Lo primero, el conejo buscó un lugar donde dormir. Lo segundo, eligió una pequeña abertura en la base de en un árbol hueco. Lo tercero, se acomodó ahí como pudo (dejando medio cuerpo afuera). Lo cuarto, se dejó acariciar por el sol que recibía desde arriba y se quedó dormido.

Entonces, entró en escena un puma. Un puma musculoso, de garras afiladas. Pero también un poco distraído: no vio la mitad del conejo que sobresalía de aquel árbol. Y, claro, como no lo vio, se le sentó encima.

El conejo se despertó, por supuesto. Pero como era un conejo distinto a cualquier otro conejo, en vez de asustarse se quedó quieto y casi sin respirar. Pensando y pensando y pensando. Hasta que se le ocurrió una idea brillante. Brillantísima.

—¿Quién se sentó sobre mi dedo? —gritó. Y su voz, que fue subiendo por el árbol hueco hasta llegar al cielo, resonó en el aire con tanta energía que cualquiera hubiera dicho que era un elefante el que gritaba.

¡Hasta el puma se sobresaltó! Y, como sentía que bajo sus patas había algo mullidito, relojeó disimuladamente. Así fue como se dio cuenta de que no estaba sentado sobre el pasto.    

—¡Me senté sobre un dedo gigantesco! —murmuró para sí mismo— ¡Lo que medirá esa pata!

Y sin esperar a comprobarlo, el puma salió disparado.

¿Y el conejo? El conejo se quedó durmiendo, arrullado por el solcito de la tarde que le daba de pleno en el hocico. 

Una fiesta para Pancho

Personajes:

ZOE (12 años)
BRUNO (9 años)
DOÑA HERMINIA
MAMÁ

(Una cocina comedor. BRUNO mete una torta en el horno eléctrico. ZOE cuelga unas guirnaldas alrededor de una pecera; adentro nada un pequeño pez).

ZOE: —¿Estás seguro de que mamá te dio permiso para esto, Bruno?

BRUNO: —¡Uy, sí! ¿Cuántas veces te lo tengo que decir! Pancho es la única mascota que tenemos, y el pobre vive aburrido. ¡Se merece un festejo de cumpleaños!

ZOE: —Sí, un festejo sí… ¡Pero esto ya es una mega fiesta! Invitaste a medio edificio. ¡Hasta doña Herminia viene! ¡No sé cómo se te ocurrió, con lo pesada que es!

BRUNO: —¿Cómo no le voy a decir, si tiene un gato? El pobre gato no tiene la culpa de la dueña que tiene.

ZOE: —Además, eso: no creo que el gato se lleve bien con Pancho, Bruno.

BRUNO: —Pancho se lleva bien con todo el mundo.

ZOE: —¡Porque está dentro de una pecera!  Tendrías que haber invitado solamente peces.

BRUNO: —No conozco a nadie que tenga un pez, salvo nosotros. ¿Y qué querías, una fiesta sin invitados?

ZOE: —Yo creo que mamá nunca se imaginó esto.

BRUNO: —No sé qué se imaginó. Pero yo se lo dije clarito: “Le quiero festejar el cumple a Pancho” y ella me dijo que estaba bien.  

ZOE: —¿Pero le dijiste que ibas a a invitar a tanta gente? ¿Contaste al menos cuántos van a ser?

BRUNO: —¡Pancho se lo merece! Mamá siempre dice que es buenísimo.

ZOE: —Lo dice en chiste, Bruno. ¡Porque es un pez! ¡Y un pez no puede hacer otra cosa que ser bueno! ¿Qué querés que haga adentro de una pecera?

(Suena el timbre. BRUNO abre la puerta y entra DOÑA HERMINIA con su gato).

DOÑA HERMINIA: —Vinimos un poquito antes. Qué amorosos, chicos, hacerle una fiesta al pececito. ¿Va a venir mucha gente?

BRUNO: —Bastante… El chico del tercero con los tres perros, el señor Gonzalez del cuarto, con la tortuga. Ah, el de planta baja con un canario y un loro.

DOÑA HERMINIA: —¡Casi un zoológico! Una santa, tu mamá. ¿Ella no está?

BRUNO (mirando el reloj que está colgado en la pared): —Debe estar por llegar.

(suena el timer del horno y los tres se distraen con eso. El gato salta a la mesa, olisquea la pecera, da un zarpazo y la pecera se vuelca. Pancho cae al piso y salta en un charco de agua. ZOE reacciona rápido y lo mete en un vaso).

DOÑA HERMINIA (corriendo atrás del gato que pegó un salto a la mesada, en donde ZOE apoyó el vaso): —¡Bombón, portate bien!

(El gato va tirando cosas a su paso. Caen repasadores, un libro, papeles. Se siente el sonido de unas llaves. Entra MAMÁ).

MAMÁ (con cara de horror, mirando el piso mojado lleno de cosas, y al gato de Doña Herminia descontrolado, que ya está arriba de la heladera): —¿Y estoooooo?

BRUNO: —Eeeeh… ¡El cumple de Pancho, arrancó un poquito antes!

(BRUNO agarra el vaso y el gato lo persigue, corren en círculos).

MAMÁ (enojada): —¡Bruno!

BRUNO (sin dejar de correr): —Dame un minuto, mamá.

ZOE (logrando capturar al gato): —¡Te tengo, pequeño demonio!

(DOÑA HERMINIA le quita el gato).

DOÑA HERMINIA (ofendida, dando un portazo): —¡Se llama Bombón! ¡Y nos vamos!

ZOE (fuerte, para que doña Herminia escuche desde el ascensor): —¡Muy dulce que digamos no es ese bombón suyo!

MAMÁ (mientras pasa el secador por el piso de la cocina): —¿Me van a explicar qué fue todo esto, chicos?

BRUNO: —¡El mejor regalo para Pancho, ma! ¡Por fin tuvo una aventura!

MAMÁ (que sigue limpiando el desastre): —¡Yo diría que por fin la aventura terminó!

(Se siente barullo en el pasillo. Suena el timbre. Zoe abre la puerta. Entran, en fila, los vecinos con sus animales, MAMÁ está paralizada por la sorpresa. BRUNO les convida algo para comer).

ZOE (mientras cierra la puerta, a MAMÁ): —No, mami. Como verás, ¡la aventura recién empieza!

APAGÓN

¡No tengo sueño!

Personajes:

MAMÁ
OLIVIA (6 años)
DELFINA (13 años)

(Una cocina-comedor. MAMÁ está decorando la torta. La mesa está puesta para el desayuno y hay decoraciones de cumpleaños. Entran OLIVIA Y DELFINA)

MAMÁ (levanta la vista al sentir los pasos): ¡Buenos días, preciosas mías! ¡Y especialmente a la cumpleañera! ¡Que los cumplas feliiiiiiz!

OLIVIA (corre a abrazarla): ¡Gracias, mami! ¡Vos sí que sos buena!

DELFINA: —¿Y yo no, que te soporté toda la noche?

OLIVIA: —¡Me retaste toda la noche!

DELFINA: —¡No paraste de hablar, nena! ¡Y yo quería dormir!

OLIVIA: —Solo te pregunté la hora.

DELFINA: —Sí, ¡a las dos de la mañana! ¡Y a las dos y diez, y a la dos y cuarto…!

OLIVIA: —¡Y bueno, quería saber cuánto faltaba para mi cumple!  

DELFINA: —¿Y cuando empezaste a cantar, qué?

OLIVIA: —¡Para que se pasara el tiempo más rápido!

DELFINA: —¡Y también me zamarreaste!

OLIVIA: —¡Porque no me contestabas!

DELFINA: —¡Y prendiste la luz!

OLIVIA: —Porque quería jugar al veo veo y estaba todo oscuro, ¿qué querías, que todo el tiempo diga “negro, negro, negro”?

DELFINA: —¡Quería que te callaras!

OLIVIA: —¡Callada no se puede jugar! Decile, mami, decile.

MAMÁ: —Me parece, Oli, que Delfi tiene razón: tendrías que haber dormido a la noche. ¡Hoy vas a estar cansada, justo el día de tu cumple!

OLIVIA: —¡No tengo sueño! ¡Quiero soplar las velitas!

MAMÁ: —Las velitas las soplás cuando vengan todos.

OLIVIA: —¿Y cuándo vienen todos?

MAMÁ: —La fiesta empieza al mediodía. Así que ahora, desayuná.

OLIVIA: —¿Y la piñata, puedo pinchar la piñata?

DELFINA: —No, ¡tenés que esperar a los invitados! ¡Eso es lo divertido!

OLIVIA: —Bueno, quiero abrir el regalo entonces. 

MAMÁ: —Lo va a traer el abuelo Marcos, en un rato.

OLIVIA: —¿Por qué en un rato? ¡Si mi cumpleaños es ahora!

DELFINA: —¡Y en un rato también va a ser tu cumpleaños, Oli! ¡Tenés que tener paciencia!  

OLIVIA: —¿Qué es tener paciencia?

DELFINA y MAMÁ (a dúo): —¡Lo que no tenés!

(Las dos ríen por la coincidencia).

OLIVIA: —¡Ufa, al final es re aburrido mi cumpleaños! (agarra el control remoto) ¿Puedo ver la tele?

MAMÁ: —¿Te parece, tan temprano?

OLIVIA: —¡Entonces juguemos a algo! ¡Es mi cumple, porfa! ¡Juguemos al tuti fruti!

MAMÁ (sigue decorando la torta): —Jueguen ustedes y yo las ayudo desde acá. ¡Pero sigan desayunando!

DELFINA (busca papeles y lápices): —Bueno, dale. ¿Qué categorías ponemos?

OLIVIA: —Elijo yo porque es mi cumple. Ponemos: animales, cosas, colores, películas y Personas que cumplen años hoy.

DELFINA: —¡Dale, Oli! Esa categoría sirve solo con la O, y encima vamos a poner lo mismo.

OLIVIA: —Y también elijo con qué letra empezamos ahora. Obvio que la O…¡Ya!

DELFINA (comienza a escribir inmediatamente después que su hermana): —¡Uh, que tramposa!

(Silencio. Cada una está concentrada en su actividad: MAMÁ en la torta y DELFINA y OLIVIA en el tutu fruti). 

DELFINA: —¡Basta para mí, basta para todos!

(Silencio. OLIVIA  está con la cabeza baja y el lápiz sobre el papel, pero inmóvil).

DELFINA: —¿Oli…?

(DELFINA le saca el lápiz y el brazo de OLIVIA cae, la cabeza se va hacia un lado: está completamente dormida).

DELFINA (a su mamá): —Bueno… ¡Parece que al final le dio sueño a la cumpleañera!

(MAMÁ y DELFINA sonríen con ternura).

APAGÓN

El príncipe rana (versión de un cuento de los Grimm)

En tiempos lejanísimos había una princesa que estaba acostumbrada a jugar sola. Vivía en un palacio con mil quinientas recámaras, junto a un precioso laberinto de arbustos que terminaba en un bosque.

Fue en ese bosque donde comenzó esta historia. Justo debajo de la sombra de un tilo y frente a un manantial ruidoso. La princesa se entretenía allí, como cada tarde, lanzando hacia arriba una pelota de oro. Pero hizo un mal cálculo y ¡plaf! el juguete cayó en el agua.

Desesperada, se acercó a la orilla. Metió una mano, el brazo, incluso el hombro, pero no llegó a tocar el fondo. También intentó mirar, pero solo vio el reflejo de su propio rostro entristecido.  

Así que empezó a llorar porque ¿qué otra cosa podría hacer en esas circunstancias? Lo hizo tan ruidosamente que una rana se asomó a ver qué pasaba:  

—Dime por qué lloras.

Era una rana fea y viscosa, llena de protuberancias y con ojos saltones. No había razón para contarle lo sucedido, pero muchas veces las cosas se hacen sin razón y la princesa le contó.

La rana no dudó en hacer un trato.

—Si yo te traigo la pelota ¿tú qué me das a cambio?

—¡Lo que quieras! —respondió la princesa—: vestidos, joyas, ¡hasta mi corona!

—No me interesa eso. Pero aceptaré tu amistad.

La princesa casi se le ríe en la cara. ¿Cómo iba a ser ella amiga de una rana? Las ranas no viven en palacios ni comen en platos de porcelana ni duermen en edredones de plumas. Pero por otro lado, ¿quién más podría ayudarla? Así que aceptó el trato.

Habrá quien crea que la princesa intentó engañarla, que desde el principio supo que iba a faltar a su palabra. Pero no fue así. Mientras no tuvo su pelota en la mano, realmente estaba dispuesta a hacer lo necesario para recuperarla.

El problema fue que apenas consiguió lo que quería, ya no vio la necesidad de sacrificarse. Así que en cuanto la rana le entregó la pelota, la princesa corrió sin mirar atrás, atravesó el laberinto y regresó a su palacio.

Por supuesto, la rana no pudo seguirle el paso. Y seguramente dio muchas vueltas en el laberinto, porque ya era de noche cuando se la vio subir por las escalerillas de la entrada principal.

Ábreme, princesa
pues debes todavía
cumplir una promesa.     

La voz de la rana se escuchó desde las mil quinientas recámaras y la princesa no tuvo más remedio que dejarla entrar porque, después de todo, lo que reclamaba era justo.

A regañadientes, fue concediendo todas y cada una de las cosas que la rana le exigió: la subió a su silla de terciopelo, cuando la rana quiso sentarse a su lado. La acomodó en su plato de porcelana, cuando la rana quiso compartir su comida. La acercó al fuego, cuando la rana se quejó de frío. Y finalmente, la llevó a su habitación, cuando la rana dijo que ya quería dormir.

En esa habitación ocurrió el prodigio, justo cuando la princesa tuvo el impulso de arrojar a su nueva amiga por la ventana. O mejor: justo en el momento en que decidió no hacerlo, quién sabe por qué razón. Tal vez por pura intuición, o porque a la magia le gusta llegar a tiempo.

—Con tu amistad, has roto el maleficio que una bruja malvada arrojó sobre mí —le explicó después el príncipe, que dejó de ser rana. Y le propuso matrimonio.

Ella dijo que sí, pero aún no cumple su promesa.  

La excavación

Comenzó la construcción
alguna tarde de enero,
pegaba fuerte el calor
en Santiago del Estero…

Tatú Carreta escarbaba
con afán su madriguera
pues no quería que nadie
de afuera, se le metiera.

Comenzó con una curva
bajó luego en espiral,
avanzó unos metros, recto
subió por la diagonal.

Hizo un túnel imposible
de tantas vueltas que daba,
se cruzaban los pasillos
que subían y bajaban.

Cuando se quiso acordar
el pobre andaba perdido
y aunque metió marcha atrás
no se acordaba el camino.

Buscó la entrada por meses
pero nunca la encontró
así que un día, cansado,
salió por donde salió.

Era agosto y hacía frío,
pasada la medianoche,
Muy lejos llegó Tatú:
¡Apareció en Bariloche!

El avioncito mentiroso

Había una vez una casa de ladrillos, que ningún soplido pudo derribar. Y tres cerditos que, adentro de ella, se sentían seguros.

¡Pero también hambrientos! 

—¡Yo construí la casa! —protestó Primero—, ¿de verdad me tengo que ocupar de todo?

—Si nos hubieras avisado que no tenías ni una miga de pan para convidarnos, habríamos recogido alguna fruta por el camino—se defendió Tercero.

—¡Y ahora no podemos salir! —dijo Segundo, que no dejaba de mirar por la ventana— ¡El lobo sigue ahí, esperándonos!

 Los cerditos podrían haber seguido peleando. Podrían haberse puesto a llorar. Podrían haber salido de la casa, y que pasara lo que pasara.

Podrían haber hecho un montón de cosas, pero solo hicieron una: trabajaron en equipo. Primero tuvo la idea. Segundo, la ejecutó. Tercero, se ocupó de los detalles.

Así fue como a la mañana siguiente un avioncito de papel cayó a los pies del lobo. Sobre la parte visible, se leía con letra clara: “Cómo derribar una casa de ladrillos”. Por supuesto, el lobo no pudo aguantarse las ganas, desarmó el avioncito y siguió las instrucciones:

Una hora más tarde, los cerditos pudieron cenar muy tranquilos. El lobo les había arrojado tanta, pero tanta fruta, que tuvieron provisiones para varios días. Además, abandonó la guardia: se fue a averiguar quién es el gracioso que anda mandando avioncitos con hechizos que no funcionan.

Y así se acabó otro cuento
con los cerditos felices
y el lobo no tan contento.